(sigue del anterior)
La
desgraciada vida de Don Perdón.
El
Sr. Don Manuel Cantalejo Miravilla, Manolo para los pocos amigos que
tenía, que de tan pocos apenas nadie le llamaba Manolo, era, eso
si, conocido en el barrio como Don Perdón. Y no es por que fuera
perdonando la vida a todos, si no al contrario, por su carácter
pusilánime y apocado, que le hacía decir a todo, y en todas
circunstancias, y como fin de cada frase, “perdón”.
Caminaba
por la acera, y si alguien venia por de frente, se apartaba
rápidamente, diciendo “perdón”. En el bus, alguien le empujaba
o le pisaba, y era él que tímidamente pedía perdón. No era que
sintiera la necesidad de pedirlo, era su timidez a enfrontarse a
cualquier situación difícil para él. Y todas eran difíciles para
él.
Tímido
y de pocas palabras, cada día, puntualmente a las seis de la mañana,
se despertaba antes que sonara el despertador, para no molestar a su
señora, la señora Carmen, curiosamente una hermosa mujer, ya
entrada en años, como él, pero conservando la frescura, nunca mejor
dicho, de la juventud. Y si notaba que ella le miraba
disimuladamente, aunque con mala cara, ¡cómo no!, le pedía
perdón.
Cada
mañana, y siempre con la máxima puntualidad, bajaba de su cuarto
piso por la escalera, no fuera que el ascensor pudiera molestar a
algún vecino, que a aquellas horas aún estuviera descansando. Como
era de piernas cortas, que no bajito, que tenia las piernas mucho mas
cortas en proporción, que el resto del cuerpo, bajaba siempre
apoyando el brazo en la barandilla, por lo que tanto ésta como la
manga de su chaqueta, tenían un brillo impresionante.
La
portera de la finca, una vieja alcahueta con vocación de bruja, le
esperaba cada mañana a pie de escalera, con la escoba en la mano, en
este caso no por lo de bruja, si no por lo de la limpieza, y con su
sonrisa vacuna, ella creía que era irónica, le preguntaba si había
dejado ya bien limpia la barandilla.
La
respuesta del Sr. Manolo, era, ¡como no!,- “Si, perdone usted,
Sra. Felisa.”
Salía
de casa, sintiendo la carcajada descarada de la bruja en su cogote,
pero convencido de que no podía hacer nada para evitarlo. Aquella
mujer le causaba un gran miedo, un gran terror. Ya en la acera,
camino de la parada del autobús que le llevara al trabajo, procuraba
andar esquivando a los circulantes que le venían de frente, no fuera
a molestarlos.
El
Sr. Manolo era conserje de una gran empresa multinacional, dedicada
al comercio exterior, y su misión no era otra que la de informar
donde o en que planta se encontraba el departamento por el que le
preguntasen. Eso si, después de la información, y antes de que le
agradecieran la orientación, no podía dejar de decir a su
interlocutor,” perdón”.
Una
vez que un joven ejecutivo, nuevo en la compañía y desconocedor de
esta rara costumbre, le pregunto directamente de que pedía perdón.
El Sr. Manolo solo supo responder: “...perdone usted, de nada,
señor, usted disculpe.”
En
el trayecto del autobús, siempre a la misma hora por parte de él,
aunque no siempre por parte del vehículo, los que ya le tenían
visto de a diario, aprovechaban para codearle, para pisarle o
empujarle, y siempre recibían la misma palabra, perdón,
provocándoles la mas grande de las risas. Y así mismo, por la
tarde, al regreso del trabajo, ya que para no molestar a su esposa,
se quedaba a comer en su mismo puesto laboral, un bocadillo que él
mismo, ¡como no!, se había hecho por la mañana, con el menor ruido
posible.
Hasta
los perros de su calle le tenían visto, y no dejaban de ladrarle, de
morderle los zapatos y hasta de intentar levantar la pierna encima de
él. Los niños, siempre crueles, se le reían en estas
circunstancias, gritándole, “¡Perdón, perdón, Don perdón!”
Los
compañeros de la empresa le encargaban los cafés por la mañana, y
aprovechaban para recriminarle cualquier error.
-"¡Este
café esta frío! ¡Yo le pedí, Don Perdón, un café con leche, no
un cortado! "
Y
así cada día. Y cada día la respuesta a todas estas humillaciones,
actitudes, burlas, escarnios, era siempre la misma. Perdón.
Un
día, a media mañana, se sintió indispuesto. La cena de la noche
anterior le sentó mal. Demasiadas especies, pero para no molestar ni
incordiar a su esposa, la Sra. Carmen, que le dio a cenar el resto de
un Cuscús que había hecho para la comida, no dijo nada, y se la
comió aparentando gran gusto. No fuera a enfadarse. Pero había sido
mas fuerte que él, y su mal estar le obligo a pedir a su superior,
eso si, pedirlo con perdón, a ausentarse.
Llego
a casa casi a mediodía, mucho antes de la hora habitual, su hora
exacta diaria, y hasta la misma portera le miro sorprendida. La
subida, a píe, como siempre, le fatigo y su mal estado se acrecentó.
Solo
deseaba llegar, para acostarse directamente. Abrió la puerta
sigilosamente, para no molestar a su señora, no estuviese en la cama
durmiendo. Un ligero quejido se oía en el dormitorio.
“Vaya,
¿le habrá sentado también mal la cena a Carmen?”, pensó.
Con
silencio se acerco a la habitación. Empezó a inquietarse, ya que
los quejidos eran ahora más evidentes y continuos. Entro en la
alcoba, ya todo preocupado, y ¡Dios mío!, se encontró a su fiel y
santa esposa, en la cama junto a un hombre. Los dos, al verlo entrar,
se taparon rápidamente con la sábana sus desnudeces, y quedaron
mudos, sin saber que hacer ni que decir, mirándole.
La
situación, si no fuera por lo trágica, sería cómica. El Sr.
Manuel, de pie, callado y con los ojos desorbitados, no dando crédito
a lo que veía. La pareja, tapándose con la sabana y esperando la
reacción del marido.
Y
entonces, Don Manuel Cantalejo Miravilla, bajando la cabeza y
avergonzado, solo pudo decir: “Perdón “, y salir de la alcoba.
La
pareja quedo, ahora si, muda. Tampoco sabían como reaccionar. La
mujer infiel y el amante causante de su infidelidad atrapados en su
pecado. Se miraron los dos.
No
había llegado el Sr. Manolo a la puerta del piso, cuando una sonora
carcajada se expandió por la vivienda. Era la reacción de la mujer
de Manolo a la situación.
Al
momento se unió a la de la mujer, la del amante, y la risa
persiguió al hombre por toda la escalera de la finca mientras huía
desesperada y avergonzadamente.
Bajo
las empinadas escaleras como jamás lo había hecho, de dos en dos, y
sin apoyarse en la barandilla. En la garita de la escalera, la
portera le esperaba ya, con una risa fuerte, hiriente, vergonzante,
lo que hizo que Don Manuel saliera a la calle sin mirar.
Choco
con varias personas que circulaban por la acera, y al verlo, todos se
pusieron a reír. Los perros callejeros, le persiguieron mordiéndole
los bajos de los pantalones.
El
Sr. Manolo, al alejarse, creyó sentir una risa perruna, y si era que
los perros pueden reír, reían. El conductor del Bus, al pasar,
sonriéndose de forma burlesca, le hizo el gesto, con los dedos, de
cornudo. Los muchachos de la calle, dejaron unos momentos sus juegos,
y le persiguieron al grito de “¡PERDÓN, PERDÓN, Don PERDÓN!
(sigue el Triste desenlace de Don Perdón)
Bien triste y cruel.
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