miércoles, 26 de junio de 2013

El señor Rovira y Don Perdón : El TRISTE DESENLACE de DON PERDON.


El TRISTE DESENLACE de DON PERDON.


Don Manuel llego jadeante a la plaza. No había apenas recorrido cien metros y se ahogaba. 
Le dolían las piernas, la cabeza y el alma. Busco un lugar para descansar, apartado de todos, y vio el banco de piedra vacío. Bueno, vacío, aparte del Sr. Rovira, que allí estaba él sentado como siempre.




Hundido, se sentó, mejor dicho, se dejó caer en el banco. El día había empezado a nublarse y el cielo gris parecía acompañar la negrura del Sr. Manolo. Y empezó a llorar. Se sintió culpable de lo que había pasado. 
Nunca supo atender a su esposa, y siempre le había ofrecido una vida pobre y rutinaria. No quería aceptar la infidelidad de su esposa, pero entendía sus razones. Y entre lagrimas, solo podía pronunciar, “Perdón, perdón, perdón”.
Noto entonces un roce justo en su hombro izquierdo. Miro hacia este lado y observo al Sr. Rovira que continuaba en su posición, pero le pareció que de reojo le observaba, como instándole a abrir sus preocupaciones y cuitas.


Y le contó la historia. Toda la historia de su vida, desde la más tierna infancia hasta aquella fatídica tarde en que ya no tenía nada porque vivir. Su confesión, a la espera del perdón que esta vez si solicitaba, termino al cabo de varias horas, ya al atardecer, y agotado, no pudo más que pasar su brazo por los hombros del Sr. Rovira, para apoyarse en él. Su cabeza descansaba sobre el duro hombro, pero un pequeño movimiento del mismo le sobresalto. Y aquel hombro frío, le pareció que adquiría calor. De reojo miro al Sr. Rovira. Y creyó oírle decir.

-Pero, hombre, ¿es que siempre has estando esperando solo recibir, sin dar, ni hacer ni nunca demostrar lo que puedes por ti solo y del modo y forma mas segura y eficaz? Y ahora que te encuentras en esta circunstancia, solo, engañado, abandonado, sólo se te ocurre venir a contarme tus desgracias, a mí, a mí que no puedo hacer nada por ti, que solo te puedo escuchar, pero nada más. Eres tú, solo tú el que tiene que aceptar la situación y enfrontarse a ella. ¿Vas a continuar dejando que todos se te rían y burlen, que todos te desprecien? ¿No vas a dejar jamás de ser un pobre hombre?”

El calor que le transmitía el Sr. Rovira, entro en él. Era un calor diferente, que nunca había sentido. Le quemaba el pecho y le ardía la cabeza. Y entonces, un grito que le subía de los mas hondo de su ser, inundo la plaza
 “- ¡NO!", grito, y un golpe con el puño al banco de piedra, hizo balancearse al Sr. Rovira.
Y en este momento, como las ondas que se forman en un lago cuando se tira una piedra achinada, desde aquel banco de piedra en la plaza empezó a extenderse un incipiente sonido que fue aumentando, así avanzaban las ondas, convirtiéndose en un rumor constante al inicio, que fue creciendo hasta un llegar a ser un estruendo.
Empezaron a volar sin control las palomas de la plaza. Los árboles de la misma, robustos Plátanos, me movían como frágiles espigas al viento. Aquel clamor avanzaba por las calles adyacentes, arrancando persianas y toldos. Los perros, despavoridos, con la cola entre las piernas, empezaron a aullar, con el hocico apuntando al cielo, donde el Sol se iba oscureciendo, tal vez por el efecto del cataclismo que nacía de la plaza.
Las madres se asomaban por las ventanas, para llamar a sus hijos, que igualmente corrían asustados, con los ojos desorbitados y los cabellos arremolinados por el fuerte viento huracanado que barría las calles.
El conductor del Bus, no pudo evitar estrellarse contra la vidriera de la fachada de la Caja de Ahorros, destrozando todo. La portera, la señora Felisa, corrió a encerrarse en su garita de bruja, esto si, tras abandonar su escoba y asustada, se escondió debajo de la mesa.
Los amantes, aterrorizados, taparon sus desnudeces debajo de las sábanas, y empezaron a rezar, cogidos de las manos, pidiendo el perdón por sus pecados, con un poco de arrepentimiento necesario, y por la burla que habían hecho al pedir este mismo perdón el Sr. Manolo.
En el banco de la plaza, el Sr. Rovira se balanceaba, y aunque su semblante continuaba impasible, volvió a perder aquel calor que noto Don Perdón, y quedo frío como el bronce.

Don Manuel Cantalejo Miravilla se irguió. Parecía haber crecido, y su semblante, a pesar de la situación caótica en la plaza, estaba sereno. Por primera vez experimento confianza. Y fuerza. Volvió a gritar ¡NO, NO!, mientras arreciaba el viento, la oscuridad y los destrozos.
Y entonces empezó a reír. Se reía de todos, De los perros que le habían perseguido, de los niños que se burlaban, de la Sra. Felisa, la bruja, del conductor del Bus, de sus compañeros de trabajo, de sus jefes, de todos, menos de él mismo. Sintió enfado, ira, y lo que nunca había experimentado, deseo de venganza.

Corrió, dejando al Sr. Rovira frío y solo en su banco, hacía su casa. Con el propósito de no permitir aquel oprobio, aquel desprecio, aquella burla. 
Y entro corriendo, con sus cortas piernas, que parecían ahora inmensas, en la portería. Subió el primer tramo de la empinada escalera como un relámpago de fuego hiriente, como un trueno destructor, con la furia de los justos cuando dejan de serlos, y con el deseo de castigo de los que siempre han sido castigados.
No vio la escoba, dejada por la portera en su huida. Tropezó con ella, con tan mala fortuna, que cayo de bruces. No pudo sujetarse a la barandilla, aquella barandilla que tanto le ayudaba, esta vez le rehúso. O tal vez el brillo de la misma que él había provocado, le hizo resbalar la mano con la que intentaba mantenerse.
Y se precipito escalera abajo. Su cabeza, su espalda, todo él, iba rompiéndose mientras rodaba por la escalera. Y allí, junto a la garita de la bruja, quedo su cuerpo inerte, moribundo. 
La Sra. Felisa, llena de miedo y con el máximo cuidado, se le acerco. Parecía muerto, y en aquel instante, el Sr. Manolo, abrió los ojos por un momento, fue su último momento, y viendo, más borrosa que nunca a la portera, se le escapo, como último suspiro, una palabra. 
La portera, para oírlo mejor, se le acerco hasta poner su oreja en los labios del Sr. Manolo. Y una malévola sonrisa apareció en su rostro. Había sido ella quien escucho las últimas palabras de aquel pobre hombre. Y aquella sonrisa se convirtió en la risotada de siempre.
El cataclismo, al instante, desapareció. Todo volvió a la normalidad.
Los amantes arrepentidos, al oír la risa, se arrepintieron de haberse arrepentido, y continuaron con su labor a medio terminar.
Las madres que llamaban a sus hijos hacía unos instantes, tranquilas, vieron como estos volvían a corretear por la calle, persiguiendo a quien se dejara.
Los perros, estiraron la cola y levantaron la pierna, para continuar con sus correrías callejeras.
El conductor de Bus, sorprendido, vio que no habían sido grandes los destrozos, mejor dicho, que no había destrozos, y volviendo con su aire burlesco a su volante, continuó su trayecto hacia el centro de la ciudad.
Las palomas volvieron a su estado natural en tierra, a picotear restos mientras iban continuamente afirmando con la cabeza que todo ya había pasado.
Los Plátanos dejaron de moverse, para continuar con su misión de dar cobijo a palomas y perros incontinentes.
Y en el banco de piedra, el Sr. Rovira, con la imposibilidad de levantarse, lamentó no saber como podía haber acabado la historia de aquel pobre diablo. Y quedo triste, y con su semblante, más serio que de costumbre, y más frío. Si hubiera tenido entrañas, o alma, le hubiera dolido.

Pero un viandante, al pasar por la plaza instantes después, creyó ver una gota de agua en los ojos del Sr. Rovira. Miro al cielo, ya oscurecido, y pensó, “Una gota de lluvia, es cuestión de llegar a casa”. Antes de dejar solo al Sr. Rovira, le toco la perilla, como de costumbre, y por no dejarle con la lágrima en los ojos, o la gota de agua, se la limpio. Al ponerse el dedo en la boca, sintió un sabor salado. “Vaya, se dijo, no sabía que el bronce tuviera este sabor”





Estatua de Don Antoni Rovira i Trias, en la plaza de Rovira,
del barrio de Gracia. Barcelona


1 comentario:

  1. Puede tener varias interpretaciones como resultado. Una de ellas, aunque pueda parecer cobarde e inútil, es la de no salirte de ese carril establecido que tiene tu vida. El salirte dando un golpetazo puede que te haga perder lo poco que tienes.
    Y siempre, el capricho del destino juega con todos y casi nunca nada puede ser predecible. A seguir entonces.

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