El
TRISTE DESENLACE de DON PERDON.
Don
Manuel llego jadeante a la plaza. No había apenas recorrido cien
metros y se ahogaba.
Le dolían las piernas, la cabeza y el alma.
Busco un lugar para descansar, apartado de todos, y vio el banco de
piedra vacío. Bueno, vacío, aparte del Sr. Rovira, que allí estaba
él sentado como siempre.
Hundido,
se sentó, mejor dicho, se dejó caer en el banco. El día había
empezado a nublarse y el cielo gris parecía acompañar la negrura
del Sr. Manolo. Y empezó a llorar. Se sintió culpable de lo que
había pasado.
Nunca supo atender a su esposa, y siempre le había
ofrecido una vida pobre y rutinaria. No quería aceptar la
infidelidad de su esposa, pero entendía sus razones. Y entre
lagrimas, solo podía pronunciar, “Perdón, perdón, perdón”.
Noto
entonces un roce justo en su hombro izquierdo. Miro hacia este lado y
observo al Sr. Rovira que continuaba en su posición, pero le pareció
que de reojo le observaba, como instándole a abrir sus
preocupaciones y cuitas.
Y
le contó la historia. Toda la historia de su vida, desde la más
tierna infancia hasta aquella fatídica tarde en que ya no tenía
nada porque vivir. Su confesión, a la espera del perdón que esta
vez si solicitaba, termino al cabo de varias horas, ya al atardecer,
y agotado, no pudo más que pasar su brazo por los hombros del Sr.
Rovira, para apoyarse en él. Su cabeza descansaba sobre el duro
hombro, pero un pequeño movimiento del mismo le sobresalto. Y aquel
hombro frío, le pareció que adquiría calor. De reojo miro al Sr.
Rovira. Y creyó oírle decir.
“-Pero,
hombre, ¿es que siempre has estando esperando solo recibir, sin dar,
ni hacer ni nunca demostrar lo que puedes por ti solo y del modo y
forma mas segura y eficaz? Y ahora que te encuentras en esta
circunstancia, solo, engañado, abandonado, sólo se te ocurre venir
a contarme tus desgracias, a mí, a mí que no puedo hacer nada por
ti, que solo te puedo escuchar, pero nada más. Eres tú, solo tú el
que tiene que aceptar la situación y enfrontarse a ella. ¿Vas a
continuar dejando que todos se te rían y burlen, que todos te
desprecien? ¿No vas a dejar jamás de ser un pobre hombre?”
El
calor que le transmitía el Sr. Rovira, entro en él. Era un calor
diferente, que nunca había sentido. Le quemaba el pecho y le ardía
la cabeza. Y entonces, un grito que le subía de los mas hondo de su
ser, inundo la plaza
“- ¡NO!", grito, y un golpe con el puño al
banco de piedra, hizo balancearse al Sr. Rovira.
Y
en este momento, como las ondas que se forman en un lago cuando se
tira una piedra achinada, desde aquel banco de piedra en la plaza
empezó a extenderse un incipiente sonido que fue aumentando, así
avanzaban las ondas, convirtiéndose en un rumor constante al inicio,
que fue creciendo hasta un llegar a ser un estruendo.
Empezaron
a volar sin control las palomas de la plaza. Los árboles de la
misma, robustos Plátanos, me movían como frágiles espigas al
viento. Aquel clamor avanzaba por las calles adyacentes, arrancando
persianas y toldos. Los perros, despavoridos, con la cola entre las
piernas, empezaron a aullar, con el hocico apuntando al cielo, donde
el Sol se iba oscureciendo, tal vez por el efecto del cataclismo que
nacía de la plaza.
Las
madres se asomaban por las ventanas, para llamar a sus hijos, que
igualmente corrían asustados, con los ojos desorbitados y los
cabellos arremolinados por el fuerte viento huracanado que barría
las calles.
El
conductor del Bus, no pudo evitar estrellarse contra la vidriera de
la fachada de la Caja de Ahorros, destrozando todo. La portera, la
señora Felisa, corrió a encerrarse en su garita de bruja, esto si,
tras abandonar su escoba y asustada, se escondió debajo de la mesa.
Los
amantes, aterrorizados, taparon sus desnudeces debajo de las sábanas,
y empezaron a rezar, cogidos de las manos, pidiendo el perdón por
sus pecados, con un poco de arrepentimiento necesario, y por la burla que habían hecho al pedir este mismo
perdón el Sr. Manolo.
En
el banco de la plaza, el Sr. Rovira se balanceaba, y aunque su
semblante continuaba impasible, volvió a perder aquel calor que noto
Don Perdón, y quedo frío como el bronce.
Don
Manuel Cantalejo Miravilla se irguió. Parecía haber crecido, y su
semblante, a pesar de la situación caótica en la plaza, estaba
sereno. Por primera vez experimento confianza. Y fuerza. Volvió a
gritar ¡NO, NO!, mientras arreciaba el viento, la oscuridad y los
destrozos.
Y
entonces empezó a reír. Se reía de todos, De los perros que le
habían perseguido, de los niños que se burlaban, de la Sra. Felisa,
la bruja, del conductor del Bus, de sus compañeros de trabajo, de
sus jefes, de todos, menos de él mismo. Sintió enfado, ira, y lo
que nunca había experimentado, deseo de venganza.
Corrió,
dejando al Sr. Rovira frío y solo en su banco, hacía su casa. Con
el propósito de no permitir aquel oprobio, aquel desprecio, aquella
burla.
Y entro corriendo, con sus cortas piernas, que parecían ahora
inmensas, en la portería. Subió el primer tramo de la empinada
escalera como un relámpago de fuego hiriente, como un trueno
destructor, con la furia de los justos cuando dejan de serlos, y con
el deseo de castigo de los que siempre han sido castigados.
No
vio la escoba, dejada por la portera en su huida. Tropezó con ella,
con tan mala fortuna, que cayo de bruces. No pudo sujetarse a la
barandilla, aquella barandilla que tanto le ayudaba, esta vez le
rehúso. O tal vez el brillo de la misma que él había provocado, le
hizo resbalar la mano con la que intentaba mantenerse.
Y
se precipito escalera abajo. Su cabeza, su espalda, todo él, iba
rompiéndose mientras rodaba por la escalera. Y allí, junto a la
garita de la bruja, quedo su cuerpo inerte, moribundo.
La Sra.
Felisa, llena de miedo y con el máximo cuidado, se le acerco.
Parecía muerto, y en aquel instante, el Sr. Manolo, abrió los ojos
por un momento, fue su último momento, y viendo, más borrosa que
nunca a la portera, se le escapo, como último suspiro, una palabra.
La portera, para oírlo mejor, se le acerco hasta poner su oreja en
los labios del Sr. Manolo. Y una malévola sonrisa apareció en su
rostro. Había sido ella quien escucho las últimas palabras de aquel
pobre hombre. Y aquella sonrisa se convirtió en la risotada de
siempre.
El
cataclismo, al instante, desapareció. Todo volvió a la normalidad.
Los
amantes arrepentidos, al oír la risa, se arrepintieron de haberse
arrepentido, y continuaron con su labor a medio terminar.
Las
madres que llamaban a sus hijos hacía unos instantes, tranquilas,
vieron como estos volvían a corretear por la calle, persiguiendo a
quien se dejara.
Los
perros, estiraron la cola y levantaron la pierna, para continuar con
sus correrías callejeras.
El
conductor de Bus, sorprendido, vio que no habían sido grandes los
destrozos, mejor dicho, que no había destrozos, y volviendo con su
aire burlesco a su volante, continuó su trayecto hacia el centro de
la ciudad.
Las
palomas volvieron a su estado natural en tierra, a picotear restos
mientras iban continuamente afirmando con la cabeza que todo ya había
pasado.
Los
Plátanos dejaron de moverse, para continuar con su misión de dar
cobijo a palomas y perros incontinentes.
Y
en el banco de piedra, el Sr. Rovira, con la imposibilidad de
levantarse, lamentó no saber como podía haber acabado la historia
de aquel pobre diablo. Y quedo triste, y con su semblante, más serio
que de costumbre, y más frío. Si hubiera tenido entrañas, o alma,
le hubiera dolido.
Pero
un viandante, al pasar por la plaza instantes después, creyó ver
una gota de agua en los ojos del Sr. Rovira. Miro al cielo, ya
oscurecido, y pensó, “Una gota de lluvia, es cuestión de llegar a
casa”. Antes de dejar solo al Sr. Rovira, le toco la perilla, como
de costumbre, y por no dejarle con la lágrima en los ojos, o la gota
de agua, se la limpio. Al ponerse el dedo en la boca, sintió un
sabor salado. “Vaya, se dijo, no sabía que el bronce tuviera este
sabor”
Estatua
de Don Antoni Rovira i Trias, en la plaza de Rovira,
del
barrio de Gracia. Barcelona
Puede tener varias interpretaciones como resultado. Una de ellas, aunque pueda parecer cobarde e inútil, es la de no salirte de ese carril establecido que tiene tu vida. El salirte dando un golpetazo puede que te haga perder lo poco que tienes.
ResponderEliminarY siempre, el capricho del destino juega con todos y casi nunca nada puede ser predecible. A seguir entonces.